Salvete, Romani! Llegó ese momento del año en que el calor de la ciudad, combinado con el ajetreo cotidiano, el vaivén de un sinfín de personas por las calles y en el transporte público, los retrasos, el tráfico y la infinidad de imprevistos que pueden suceder, sacan de sus casillas a más de una persona.
¿Cuántos de nosotros no anhelamos vivir en una ciudad en la que la paz, la tranquilidad y las despreocupaciones se dan a manos llenas?
Sin duda alguna, cuando pensamos en la antigua Roma, se nos viene a la mente la imagen de una ciudad cuyas calles son transitadas por gente que platica apaciblemente toga en mano sobre algún tema de interés y, probablemente, una que otra carreta transportando algún producto comercial sin problema alguno.
Si bien es cierto que había lugares en los que era posible vivir tranquilamente, como Cumas –ciudad poco poblada muy cercana a lo que hoy es Nápoles– o Bayas –conocida por ser un centro veraniego y de descanso (piénsalo como la Cuernavaca romana)–, te sorprenderá lo increíblemente caótica que llegaba a ser la capital del Imperio y el enorme parecido que tiene con muchas ciudades de la actualidad en este aspecto.
Así pues, ponte tu mejor toga y tu mejor par de sandalias, pues el día de hoy daremos un paseo por lascalles de Roma en un día cualquiera con la ayuda de Juvenal, poeta satírico que vivió a finales del siglo y principios del siglo II d. C. y que conocía perfectamente el estrés, el peligro, y las locuras que sucedían en las transitadas calles de la città eterna.
¿Quién no ha necesitado de un momento de silencio para concentrarse en estudiar, para realizar alguna actividad importante o simplemente para estar en paz con uno mismo?
Pues déjame decirte que, de ser así, Roma no era precisamente el mejor lugar para encontrarlo: los ciudadanos solían quejarse por el ruido generado no sólo por las carretas, sino también por los propios conductores que iban por la calle lanzando gritos para que la bestia de carga siguiera su camino sin detenerse.
¿Alguna vez te has desesperado debido a que te encuentras en un lugar tan concurrido, que apenas puedes caminar?
Con respecto a esto, Juvenal nos dice: (…) con la prisa que llevo, me cierra el paso una avalancha (de personas) por delante, y el gentío que me sigue por detrás formando una cola interminable me oprime los riñones –haciendo alusión a los apretujones que había entre los mismos ciudadanos en su intento por continuar su camino–.
Y eso es a penas el comienzo, pues si has estado en el transporte público en hora pico, sabrás lo que es que alguien más te aviente por obtener un lugar, te pise, o, inclusive, te golpee. Los romanos no se quedaban atrás, pues, en palabras de nuestro autor, en medio del ajetreo no faltaba quien te diera un codazo, te golpeara con una litera portátil –cosas comunes en aquél entonces–, te pegara en la cabeza con una percha o con un jarrón que llevaba colgando en la espalda… y ni hablar de los pisotones –una imagen común que todavía se da hoy en día en el metro o en los camiones repletos de personas–.
¿Quién no ha ido de paseo un fin de semana al mercado más cercano a su comunidad y, luego de realizar las compras, ha comido uno de los incontables antojitos que ahí se venden? Por esta misma razón, es muy común ver a personas yendo y viniendo por los estrechos caminos en medio de un gran número de puestos con los respectivos instrumentos para cocinar.
Juvenal no tarda en quejarse de esto, pues le parece insoportable que a la ya de por sí enorme multitud, se le sumen esclavos que transportan utensilios para la comida –incluyendo hornillos a los que, durante su curso, les van avivando el fuego–.La carga y el aglomeramiento es tal, que los transportadores rasgaban su propia ropa con los mismos carros en los que llevaban las cosas –y no dudo que también se lo hicieran a uno que otro peatón–.
Por otro lado, siempre estaba el peligro de que, debido a la sobrecarga, la cacharrería se volcara sobre el esclavo que la trasladaba o sobre un pobre inocente que iba pasando por ahí, terminando todo en tragedia.
Pero, ¿qué me dices de los peligros nocturnos, legionario? Seguro que, en más de una ocasión, te has replanteado salir de noche debido a los riesgos que ésta representa. Bueno, de entre los peligros a los que se exponían los romanos que salían por la noche, destacan las peligrosísimas vasijas… sí, como lo escuchaste.
Curiosamente, la gente dejaba abiertas sus ventanas hasta que llegara la hora de ir a dormir. Era justamente en este momento del día en el que se reportaba un mayor número de casos de personas heridas por jarrones o vasijas que caían desde las ventanas, probablemente puestas ahí para adornar la casa.
Y ni qué decir de los delincuentes que te podías topar en medio de la oscuridad. Juvenal hace hincapié en lo que le pasa al desafortunado que se encuentra con este tipo de personas en su transitar nocturno, acompañado de la tintineante llama de su vela: pues, ¿qué puedes hacer tú si no eres más fuerte que él? Si te interroga y no le respondes lo que quiere oír, ten por seguro que te sacará la información a golpes, lo mismo que si intentas escapar. Y esa no es la peor parte, pues si tú le alzas la voz, te denunciará ante el pretor por escándalo público –siendo tú el que acabaría en prisión–.
Por todo lo antes mencionado, el poeta alaba a un amigo suyo por dejar la capital y mudarse a un lugar más tranquilo, lejos de toda la locura de la ciudad. Y tú, ¿alguna vez pensaste que Roma fuera tan caótica y estresante como las grandes urbes de la actualidad? La próxima vez que estés atrapado en el tráfico, en un mar de gente o en el trasporte justo en hora pico, podrás decir que te sientes justo como en la Roma imperial. Valete.
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