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Los infortunios de Venus:

Actualizado: 30 jun 2022

EL SUICIDIO AMOROSO EN LA LITERATURA CLÁSICA ROMANA


Salvete, Romani! De nuevo, hemos llegado al mes en el que el amor está en el aire, las parejas caminan felices por las calles, hay globos, chocolates, flores y regalos por doquier, y Venus y Cupido se la pasan haciendo de las suyas. Sin duda, el amor puede ser un sentimiento muy hermoso no sólo para nosotros los mortales, sino para reyes, princesas, héroes y dioses también;pues, incluso ellos, siendo seres podero

sos y/o divinos, sucumbían ante las pasiones amorosas.


Muy probablemente, una de las sensaciones más bonitas que podemos llegar a sentir en nuestras vidas es aquella que ocurre cuando la persona que nos gusta corresponde a nuestro amor: felicidad, adrenalina y alegría, nos sentimos llenos de energía, de motivación y las preocupaciones y dolores parecen irse.

Hemos escuchado un sin fin de estas historias con un final feliz; pero, ¿qué pasa cuándo sucede lo contrario y la persona que amamos con todo nuestro corazón nos rechaza o se va de nuestras vidas así sin más? En muchas ocasiones, nada va más allá de la típica tristeza y depresión que se puede extender durante días, semanas, meses e, inclusive, años; sin embargo, hay quienes lo llevan al límite y la literatura clásica romana es un buen ejemplo de lo que podían llegar a hacer aquellos desdichados a los que Venus les daba la espalda.


Empecemos con el mito de Fedra, princesa hija de los reyes Minos y Pasífae, y hermana de Ariadna, quien fuera mujer de Teseo antes de que ella se desposara con él. Séneca, autor que vivió durante la primera mitad del siglo I d. C., relata su historia a través de su tragedia homónima, Fedra.

A lo largo del relato, conocemos cómo Fedra queda perdidamente enamorada de Hipólito, su hijastro fruto de la relación entre Ariadna y Teseo. Luego de fracasar en su intento por relacionarse con él y debido al temor de que Hipólito la delatara con su padre, la mujer lo acusó de haber intentado violarla. Como castigo, Teseo dejó a su hijo a merced de Poseidón, quien hizo que sus propios caballos lo arrastraran y lo mataran. Producto de la culpa —y del amor que sintió alguna vez por Hipólito—, Fedra decidió suicidarse para calmar su dolor:

Aplaquemos a las sombras: toma los despojos de mi cabeza, recibe la cabellera que he cortado de mi frente lacerada. No fue lícito unir nuestras almas, pero sí que es lícito dejar unidos nuestros destinos. Muere, si eres pura, por tu esposo; si impura, por tu amor (…) ¡Oh, muerte, único alivio de mi amor! ¡Oh, muerte, honra suprema para el pudor ultrajado! En ti me refugio, ábreme tu apacible regazo.

Ahora bien, no cabe duda de que una de las frases más icónicas al momento de casarse es “hasta que la muerte los separe”. No obstante, hay ocasiones en que ni siquiera la muerte es capaz de separar a dos enamorados y muestra de ello nos la da Plinio el joven, romano multifacético autor de un epistolario que vivió durante la segunda mitad del siglo I d. C.

En la epístola dieciséis de su libro tercero, nuestro autor nos narra la historia de Arria, quien fuera esposa de un senador llamado Aulo Cecina Peto, mismo que había participado en una revuelta contra el emperador Claudio. Así pues, Aulo fue capturado y condenado a suicidarse —sí, en la antigua Roma era común que, en lugar de ejecutar a una persona, la obligaran a suicidarse—.


En palabras de Plinio, “fue realmente un acto glorioso de la misma Arria el desenvainar el hierro, atravesarse el pecho, arrancarse el puñal, entregárselo al marido y añadir aquellas palabras inmortales y yo diría que casi divinas: «Peto, no duele». Pero, al realizar estos actos heroicos, al decir estas palabras admirables, ella tenía ante sus ojos su propia gloria, su inmortalidad”. Como resultado, marido y mujer murieron juntos, pero se destaca sobre todo el valor y el coraje de Arria que quedaron legados a la posteridad.


Por último, uno de los casos más famosos es quizá el de la reina Dido, quien quedó profundamente enamorada del padre fundador de la estirpe romana: Eneas. Luego de huir de Troya junto con sus tropas, Eneas llega a Cartago en donde los recibe Dido. Con el fin de evitar que la reina los traicione y los reciba con hospitalidad, Venus, madre de Eneas, hace que se enamore perdidamente de él.

Pero el destino y los dioses son inflexibles, y Eneas ya estaba destinado a llegar al Lacio para fundar la estirpe romana sin importar nada más. Por tal motivo, Eneas decide marcharse sin avisar para continuar su camino y, para cuando Dido se dio cuenta de esto, ya era demasiado tarde. Con el corazón hecho pedazos, reunió las pertenencias de su amado y las amontonóhaciendo una pira con ellos; luego, blandió la espada que había dejado Eneas y la clavó en su pecho.

“Moriré sin venganza, pero muero. Así, aún me agrada descender a las sombras. ¡Que los ojos del Dárdano cruel desde alta mar se embeban de estas llamas y se lleve en el alma el presagio de mi muerte!”

Fueron sus últimas palabras. Hablaba todavía cuando la ven volcarse sobre el hierro sus doncellas y ven la espada espumando sangre que se le esparce por las manos.


Más adelante en la historia, Eneas debe descender al inframundo y, en su travesía, llega a los campos de lágrimas, un lugar reservado para todos los que murieron a causa del amor. Ahí, se encuentra con personajes como la ya mencionada Fedra y la propia Dido.

Como pueden ver, legionarii, el amor puede ser un arma de doble filo: puede llevarnos del cielo al infierno —literalmente— en tan sólo unos momentos. Y a ti, ¿te han roto el corazón alguna vez? Si, como yo, formas parte de aquellos a los que Venus nos ha dado la espalda, no te preocupes… te invito a celebrar las lupercales como se hacía en la antigua Roma cada 15 de febrero. Si no las conoces, ¿qué esperas para ir a echar un vistazo al la edición de febrero del año pasado? —guiño, guiño—. Valete.




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